Como espina clavada en el corazón.
- Valentín E Martínez Rojas
- 8 jul 2014
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 feb 2020
Viajamos juntos, dormimos en cuartos contigüos mientras varias lunas nos acechaban, nos reímos, salíamos a caminar en la oscuridad por un parque desolado sin preocupación, nos teníamos el uno al otro. Solíamos ver el fuego brillante de una chimenea mientras el champagne reinaba lo poco de cordura que quedaba dentro de nosotros. Las mayores aventuras, sonrisas, temores, todo, lo viví contigo.
Después de años de distancia, de sueños separados y de ideales que no permitieron un sentimiento florecer; volvemos a vernos. Me pediste una charla. ¿Cómo negartela? Agarré mi abrigo para evitar que aquella nieve me consumiera en el camino y salí corriendo de mi departamento, crucé por una tienda de abarrotes abandonada, una florería sin flores y un restaurant vacío. Aquella hermosa ciudad desalojada por las bajas temperaturas de Invierno, mientras el sol apenas y podía asomarse entre las nubes y el mismo viento te daba la advertencia de no continuar. Seguí. Al llegar al punto, te vi sentada en la orilla que daba a un lago. Congelado, por supuesto, tus pies se balanceaban como si fuera primavera y el agua estuviera cristalina y la felicidad con la que agitabas tu cuerpo gritaba “Cuidado, ¡vienen las flores de Otoño!” Aunque al ver tu cara pareciera que aquel silencio ensordecedor ocultaba un secreto, una memoria, un sinpasar de los años. Al verme me diste aquella sonrisa singular que siempre has tenido. Me invitaste a tomar asiento, acepté –Aun que no de buena gana, por supuesto que es de locos estar afuera con tremendo frío– Comenzamos a platicar. Me contaste tus andanzas, tus viajes, tus historias, aquellas viejas anécdotas con las que solías entretenerme en las tardes de Abril en el campo. Yo te conté de mi trabajo, mi vida en la ciudad, lo mucho que te extrañaba. Una plática que consumió los minutos pues recordamos nuestra juventud juntos, nuestros sueños y lo mucho que queríamos luchar por ellos…
Un fuerte viento asola nuestra conversación invitándonos a partir. Te invito a mi departamento, al fin y al cabo queda cerca y podemos llegar antes de que el hielo queme lo poco que nos queda de sensatez.
Abro la puerta, vuelvo a colgar mi ahora congelado abrigo y te doy una manta –No creo sinceramente que esa chamarra y tus ajustados vaqueros te dieran mucho calor– Pongo la chimenea, nos acercamos al fuego, de nuevo el silencio nos reina.
Un suspiro escapa de tu boca y tratas de comenzar a hablar, en eso mi deseo no pudo contenerse más y te robo un beso. Te sorprendes. Me sonríes. Me besas. Cual Fénix de las cenizas nace aquel sentimiento perdido entre los años. Un segundo eterno que nos deja sin aliento. Volvemos a sonreír. entre mordidas, acuesto tu espalda contra el sillón y mi boca comienza a besar tu cuello y tus hombros. vuelvo a besarte. Mi mano frota tiernamente tus brazos mientras las dulces mordidas ocurren al compás del tic tac. Me desabotonas la camisa y me tiras al suelo. Caes sobre mi. Empiezas a besar mis débiles músculos mientras yo sitúo ambas manos en tu espalda. Te quito la blusa y con ella el sostén. Mi mano te agarra fuertemente la nalga mientras la otra se desliza suavemente por tu pecho. Te volteo, empiezo a besar tu cuello de nuevo, y lentamente bajo pasando por tus pechos, tu estómago, Te desabrocho el pantalón y vuelvo a besar tus labios, mi mano fugitiva se desliza hasta encontrarse con el encaje de ………
Al día siguiente, Noté que no estabas, el vacío que en la cama habías dejado hace muchos años se volvió a sentir. Era como si estuviera teniendo un Deja Vú. Al buscar mi ropa encontré sobre mi escritorio un sobre, dónde un beso con la forma de tus labios sobresalía. La abrí y comencé a leer:
“Alguna vez mi padre preguntó por el momento más feliz de mi vida. Nunca supe responder hasta ahora. Lo descubrí mientras dormía desnuda a tu lado y comprendí lo que era soñar a ojos abiertos: te acaricio lentamente mientras miro como tu piel se eriza contra la tiranía de tu cuerpo dormido. Tan apacible, violentamente dulce junto al mío. Te miro y sé que este es mi momento perfecto. La clase de felicidad por la que algunas mujeres lloran. La clase de felicidad por la que un par de locos se casan convencidos que durará por siempre, y sí, amor, esta también es la clase de felicidad por las que algunos otros, tomamos la poca cordura que nos queda y nos vamos con el corazón -casi- ileso. No me malinterpretes, no es que al fin los clichés de la comedia romántica hayan surgido algún efecto contraproducente en mí, no. La cuestión es más simple: ¿qué hacer con los minutos después de este que resbala de mis manos? ¿qué hacer cuando este silencio pase y la mañana nos encuentre desamparados bajo las sábanas? Todo me parece tan frágil. Todo me parece una ilusión mientras estoy contigo y lo cierto es que ya no somos los mismos, Raúl. Ya no somos aquellos jóvenes. Ya no basta tu cuerpo, ni tu mirada que apuntala el alma. Y es que el problema de la felicidad es que uno se la toma demasiado en serio. Demasiado en serio como para intentar quedársela a toda costa. Demasiado en serio como llenar los vacíos con tragos de ron y charlas a media luz de los tiempos mejores. Mejor así. Mejor el silencio que nos reina. La nostalgia de mis piernas después de haber encausado tus ganas. Mejor la falta que harás los días que vengan y no los vestigios de lo que alguna vez pudo ser. Te dejo aquí mis labios, mi amor. V. “
¿Qué hacer? Lloré. Vanessa. Una mujer que amaba tanto los misterios que se convirtió en uno. Una mujer tan bella como rosa, pero con espinas; de esas que se quedan clavadas en el corazón y nunca podrás sacar.
-E
[La carta de Vanessa fue escrita por Samantha Hernandez, una asombrosa mujer y amiga sincera.
Si quieren saber/leer más de ella, aquí está su Twitter: https://twitter.com/dulciamargo ]
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